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En el número del mes de agosto de la revista de información marítima “Recalada”, editada por la Asociación Vizcaína de Capitanes de la Marina Mercante (AVCCMM), apareció un artículo de Raul Villa Caro, capitán mercante e ingeniero naval, sobre el extraordinario episodio que vivieron los tripulantes del buque de carga general ALRAIGO, de la naviera García Miñaur, 93 metros de eslora y 13 de manga, cuando sobre las 22 horas del día 6 de junio de 1983, navegando frente a la costa de Portugal con destino a Santa Cruz de Tenerife, un avión británico Harrier de despegue vertical aterrizó sobre la cubierta, entre el palo macho que sostenía los puntales de carga y la habilitación del buque.
El Harrier estaba adscrito al portaviones de su majestad ILLLUSTRIOUS, pero, armado de un misil y presumiblemente de otro tipo de armamento, andaba perdido, sin posibilidad de comunicarse y a punto de quedarse sin combustible. El piloto decidió, contraviniendo las normas de seguridad más elementales, arriesgar una maniobra que no acabó en tragedia porque a veces el azar se compadece de los hombres.
El artículo de Villar Caro, prolijo en detalles técnico-militares (el original se publicó en la Revista General de Marina en 2011), y bien documentado sobre las figuras del capitán del ALRAIGO, el piloto del HARRIER, el comandante de marina de Santa Cruz de Tenerife y la compañía armadora del mercante, Naviera García Miñaur, de la que su padre era jefe de personal, termina la historia sin contar la parte más importante de la historia: los vericuetos jurídicos y sociales que finalmente permitieron a los tripulantes cobrar la recompensa de salvamento prevista en la legislación española.
El premio por salvamento
El ALRAIGO llegó a su destino, Tenerife, al mediodía del 9 de junio ce 1983 con el Harrier a bordo. La naviera y la tripulación nombraron a un único abogado para reclamar el premio de salvamento, pues no había duda que de eso se trataba: habían impedido que una sofisticada aeronave militar, cuyo valor cifra Villa Caro en 1.500 millones de pesetas, acabara en las profundidades del Atlántico. Para garantizar el cobro, Fernando Meana Green, el abogado, pidió el embargo preventivo del avión, solicitud que fue negada por el Juzgado correspondiente alegando que se trataba de un bien perteneciente a un Estado extranjero. Había que entregar el Harrier a las autoridades británicas y sin él las posibilidades de cobrar el premio eran muy escasas.
Meana Green aconsejó entonces a armador y tripulación acudir a un arbitraje en Londres, a sabiendas de que lo que éste decidiera como premio de salvamento (que en ningún caso habría de llegar al valor de la cosa salvada, como en esos días se dijo sin fundamento alguno), iría a los bolsillos del armador de acuerdo con la ley inglesa. En la legislación española, el artículo 7 de la[JZ1] Ley 60/1962, de 24 de diciembre, sobre auxilios, salvamentos, remolques, hallazgos y extracciones marítimas, establece que, del premio acordado por las partes o decidido por el Tribunal Marítimo Central, dos tercios se repartirán entre la dotación del barco salvador y un tercio será para al armador. García Miñaur firmó el compromiso de arbitraje también en nombre de la tripulación, consciente de que en ese punto muchos tripulantes ya se habían desmarcado de la empresa.
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